La conciliación familiar-laboral no es un lujo
Los horarios en España deben dejar de ser una rareza europea
Lo sabemos desde hace muchísimos años. Cuando la mayor parte de Europa se acuesta, los españoles se ponen a cenar, ven la televisión o surfean en Internet. Somos conscientes de que los trabajadores concluyen su jornada en casi toda Europa más o menos a la hora en que bastantes españoles, sobre todo en las zonas muy pobladas, terminan la pausa del almuerzo y vuelven al trabajo. Hay que conciliar acostarse tarde, dormir relativamente poco, trabajar gran parte del día (en jornada muchas veces partida) y prolongar unos horarios que nos separan de la zona con la que más cosas compartimos.
Por el contrario, resulta difícil avanzar en la conciliación de la vida familiar y laboral. Del problema generalizado se salvan (hasta cierto punto) los funcionarios y los sectores más sindicalizados; incluso existen experiencias privadas de horarios intensivos permanentes. El teletrabajo es una gran solución para evitar el excesivo presencialismo. Pero la mayoría continúa atrapada en la lógica de que la crisis económica no permite ocuparse de asuntos tan sofisticados como la conciliación.
Queda el recurso a la intervención pública. Las propuestas que se esperaban del Gobierno desde 2013 llevan un par de años congeladas. Siempre hay temas más urgentes que la conciliación de la vida familiar y laboral de millones de personas.
Una razón poderosa para hacerlo sería el ahorro en las medidas que habrían de tomarse si se mantuviera el statu quo. Cuando los poderes públicos intervienen para racionalizar horarios, no tienen que ocuparse tanto de financiar muchas más guarderías ni de ampliar sus horarios. Eso sí, tienen que mejorar los transportes de las zonas de mayor densidad demográfica: sabemos el elevado coste económico de ese tipo de medidas, pero la pérdida de muchas horas en el transporte debe tenerse muy en cuenta. Los políticos también tendrían que reconsiderar la reforma laboral de 2012, que dio más atribuciones a los empresarios sobre los horarios de sus empleados. ¿Y cómo conciliar la racionalización de horarios laborales con la libertad de horarios comerciales, bajo la presión de reducir costes salariales? ¿Y por qué el poder político ni siquiera se atreve a obligar a las empresas televisivas a que adelanten los horarios de máxima audiencia, como forma de contribuir a estructurar una reforma general de horarios? Toda una cadena de intereses se vería afectada.
Resulta chocante que hayan sido posibles intervenciones administrativas en otros terrenos sociales —la prohibición de fumar en centros de trabajo y locales abiertos al público, la aplicación de severas sanciones a las infracciones de tráfico— pero que la potencia pública se vea incapaz de dar el salto a la encrucijada de la vida familiar/laboral. Hay que acumular fuerzas contra una cultura demasiado permisiva, que en el fondo acepta que la mujer cargue con la parte más dura, para negar que la conciliación deba considerarse como un lujo.