El callejón sin salida de las mujeres afganas


El callejón sin salida de las mujeres afganas

Elisa Navarro y Alizia Begué//

Ocho años de trabajo de la periodista Mónica Bernabé y el fotógrafo Gervasio Sánchez cuelgan de la pared de una de las salas de exposiciones del Centro de Historias de Zaragoza. Relatan de primera mano sus experiencias en Afganistán, con tono tranquilo, como quien cuenta una historia. Pero, más allá de la calma, se percibe la inquietud e impotencia de dos personas que han visto de cerca la barbarie que ahora comparten con los demás.

Llevan años denunciándola. En 2010 Mónica publicó un libro y ahora con la exposición “Mujeres Afganas” ambos vuelven a la carga, a la denuncia. Algunos ya sabrán de lo que hablamos, es una vieja historia, quizá por eso duela más; es la sonatina que se repite desde hace muchos años sobre Afganistán. Para quienes todavía no la conozcan, he aquí la triste historia en imágenes de la mayoría de las afganas.

Todo el trabajo ha sido realizado en las capitales, no hemos tenido que meternos en lugares extremadamente peligrosos. Y, si esto está pasando en las ciudades, ¿qué estará sucediendo por ahí dentro?”, se pregunta Gervasio Sánchez.

Casarse o casarse 

El matrimonio en la sociedad afgana no es una opción; es el eje sobre el que padres, suegros, hermanos, cuñados y, evidentemente, la pareja vuelve a construir sus vidas.

‘Alianzas como esposas’ encabeza la exposición del Centro de Historias de Zaragoza y pone título al primer bloque de fotografías de la serie “Mujeres Afganas”. Estas niñas, convertidas a la fuerza en mujeres, son ‘esposadas’  de por vida en la cárcel del matrimonio.  Y,  aunque la ley afgana prohíbe el casamiento hasta los 16 años, la legislación queda en papel mojado al lado de las arraigadas tradiciones del país. En 2008, UNICEF calculaba que un 57% de las mujeres se casan antes de los 16, fuera de la ley.  Y, como no hay registro obligatorio de nacimientos, tampoco se tiene certeza de las edades de las casadas, cuentan los periodistas.

Casi desde el minuto cero, las mujeres deben cumplir con su función: traer al mundo un hijo varón que asegure el cuidado y mantenimiento de los padres una vez que éstos sean viejos. Ellas, por el contrario, serán las que se marchen a casa de sus maridos. Esto les obliga a hacerse un hueco en la nueva familia a la que llegan como unas auténticas desconocidas, incluso para su esposo. Pero, en Afganistán, la cuestión del matrimonio va todavía mucho más allá.

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La periodista Mónica Bernabé.

Por si alguien se lo seguía preguntando, las personas no se unen por amor.  En la fotografía anterior se ve una estampa familiar fácilmente repetida en todo el territorio. La joven, recién esposada, aparece bien cubierta en el suelo. De pie, su marido, que le triplica en edad, está acompañado por sus tres hijos, que proceden de un matrimonio anterior. Mónica Bernabé recuerda que, en las primeras bodas que presenció, quedó sorprendida por la tristeza que transmitían los ojos de las novias. Pronto acabaría comprendiendo el terror que sentían aquellas niñas adolescentes al casarse con unos hombres adultos y la mayoría de las veces desconocidos. Desde ese momento, estos se antepondrían a sus juegos infantiles que, mutilados de raíz, dejarían para siempre de existir. Tras su boda, el juego consistiría en aprender a sobrevivir en una casa hostil: la de sus suegros.

Para casarse, el novio debe pagar una dote que puede alcanzar los 5.000 euros, cuando el sueldo medio de un afgano es de unos 160 euros al mes. Un dinero que se consigue con sudor pero que convierte a su mujer en un producto, en un objeto comprado con el que puede hacer lo que desee. ‘Si quiere pegarle, le pega y si quiere tenerla encerrada en casa, allí la tiene’, sintetiza uno de los letreros de la exposición fotográfica. Human Rights Watch calcula que el 87% de las mujeres en Afganistán sufren algún tipo de maltrato físico o psicológico o abusos sexuales a lo largo de su vida.

Son los padres los que acuerdan un matrimonio para sus hijos e hijas. Mónica y Gervasio conocieron un caso curioso: un padre permitió que su hija se casase con un primo del que estaba enamorada. Pero el matrimonio no fue como ella esperaba y, tras semanas de malos tratos físicos por parte de su marido y de desprecios de la otra esposa —la poligamia en Afganistán es legal—, pidió a su padre que la sacase de aquel infierno. Este, que iba a tener que devolver la dote recibida y que era consciente de que su hija ya no tenía futuro alguno, explicaba entre lágrimas que el único culpable de aquel fracaso era él. Su misión, la de buscar para su hija la unión más beneficiosa, había fracasado.

Otro caso llamativo al que aludieron fue el de la violación de una chica que tuvo que cumplir dos años de condena por ser violada. A pesar de ello, los padres le suplicaban que se casara con el violador. “¿Qué hace la madre con su hija violada? No es virgen, ya nadie la va a querer”, relataba el fotógrafo.

La mujer en Afganistán siempre va a estar supeditada a un hombre, ya sea a su padre cuando está soltera, a su marido cuando se casa o a cualquier otro miembro varón de su familia. Nunca podrá llevar una vida independiente por mucho que tenga estudios ni tampoco podrá desempeñar un cargo político importante. No es seguro ni está socialmente bien visto.

 Entre la vida y la muerte

La vida de una mujer afgana alcanza situaciones extremas. Los malos tratos físicos y psíquicos no son hechos aislados y, sin embargo, el país los lleva con naturalidad. Quizá, lo más aterrador sea la red de violencia que las propias mujeres ejercen sobre otras mujeres. Cuando las jóvenes se mudan a casa de su marido, son las suegras y las cuñadas las que hacen todavía más insoportable el infierno en el que vivirán. Los menosprecios, los insultos e incluso las amenazas de muerte serán constantes en esa nueva atmósfera familiar. Les hacen padecer, a fin de cuentas, la misma situación que ellas tuvieron que soportar años atrás. ¿Venganza? ¿Impotencia que, tras años de contención, estalla contra el más débil?

El divorcio está permitido pero, en la práctica, no es una opción fácil. Por un lado, la familia de la mujer deberá devolver la dote recibida y lo más probable será que ya se la haya gastado en alimentos o en pagar la boda de otro de sus hijos. Por otro lado, la mujer perderá la custodia de sus hijos y, además, si ya se ha estado casada, ningún otro hombre la aceptará porque ya no es “pura”. Si decide volver a casa de sus padres, puede que su familia no la quiera y la menosprecie. Y tampoco es sencillo por razones culturales y económicas.

Una mujer sola no puede llegar muy lejos sin ser detenida. La que tiene suerte, encuentra una casa de acogida para mujeres en su misma situación donde le cuidan y asesoran sobre  los posibles pasos a seguir para continuar con su vida. Pero las casas de acogida son escasas y además, no son una solución definitiva pues, tarde o temprano, deberán abandonarlas por falta de fondos o por cierre.

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Jamila en el hospital tras quemarse a sí misma con objetivo de suicidarse

Los hospitales reciben a muchas mujeres que no aguantan la presión a la que se les somete y acaban tomando medidas extremas. Afganistán es el único país del mundo donde se suicidan más mujeres que hombres. Según el Ministerio de Salud Pública del país, en torno a 2.500 mujeres se quitaron la vida en 2013. Muchas otras lo intentaron pero no llegaron a conseguirlo. La mayoría de las chicas que intentan —o consiguen— suicidarse tienen entre 14 y 21 años, sufren malos tratos y/o han sido obligadas a casarse con un hombre al que no aman. En la provincia de Herat lo hacen quemándose a lo bonzo. Después, la familia lo oculta diciendo que se trata de un accidente doméstico, que se han quemado en la cocina. Pero, aparte de que las cocinas suelen ser de gas, los médicos perciben otros rasgos característicos que indican que se trata de un suicidio, como el hecho de haberse rociado el vientre con gasolina o el fuerte olor a esta sustancia que las chicas desprenden. En ocasiones, las mujeres no buscan la muerte sino llamar la atención de la situación en la que viven, pero en el momento en que se rocían con combustible y se prenden, las llamas son incontrolables.

Gervasio y Mónica traen historias con nombre propio. La de Jamila es una de ellas. Tenía 17 años, llevaba siete casada y dos teniendo embarazos. Acudió al hospital con el 48% de su cuerpo quemado. Aunque supuestamente fue un accidente doméstico, los médicos creen que intentó suicidarse. No pudo recuperarse de las heridas y murió. Nadie conoce las razones que provocaron esta situación pero la familia del marido no permitió que se velase por su cadáver. Fue amortajada en la casa de sus padres y enterrada con los gritos de sus allegados: “¡Nos la han quemado!”.

 Afganistán tiene fiebre

Gervasio Sánchez no se fía de los nuevos signos ostentosos por las calles de Kabul. Por eso, cada año, se desplaza hasta el hospital Indira Gandhi para tomarle el pulso al país. “Bajas del avión, llegas al hospital y dices: ‘aquí está la fiebre del país’”.

La maternidad impuesta y la presión por dar a luz a un hijo varón generan situaciones extremas. Las mujeres tienen hijos de forma muy seguida sin que les dé tiempo a recuperarse ni a disponer de leche para amamantar al nuevo bebé. “Visito las salas de malnutrición infantil severa y es como poner el termómetro al país para saber qué es lo que ha cambiado en los últimos meses”. Gervasio explica que en el 1996 se encontró con una ingente cantidad de niños muriendo por malnutrición infantil severa. En sus posteriores viajes, en 1997, 2002 y 2014, la situación no había cambiado.

La joven afgana Huma Gul estaba en esta sala del hospital cuando los periodistas la visitaron en 2014. Lo triste es que el suyo no era un caso aislado ni tampoco el peor de los que encontraron. Sus hijas Sunita —de 4 meses y 3,1 kilos de peso— y Parisa —de 2 años y 5.8 kilos— llevaban ocho días ingresadas en el hospital por malnutrición. La madre —con 28 años y 9 años casada— tenía 7 hijos, además de otro que murió cuando era muy pequeño.

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Huma Gul en el hospital con sus hijas Parisia (izq.) y Sunita (dcha.), en la segunda fotografía.

Según el Ministerio de Salud Pública, el 8% de los niños y niñas menores de cinco años sufren malnutrición severa y hasta el 60% del total, malnutrición crónica. Además, 460 afganas de cada 100.000 fallecen durante el embarazo o el parto, según datos de la OMS en 2011. “¿Qué pasa en un país en el que, con las inyecciones económicas que está recibiendo, son incapaces de poner fin a esta tragedia de la malnutrición infantil severa?”, se pregunta Gervasio. “Algo falla. Aquí fallan las cosas porque falla todo: la estructura”, zanja.

Un golpe de suerte

“Lo más doloroso que he visto en Afganistán son jóvenes de 16 años, cursando 1º de bachiller, a cuyo futuro les pegan un tijeretazo: ‘A partir de ahora, todo lo que habías creído que podías llegar a ser olvídalo porque tienes que casarte’. Por eso, lo de quemarse a la bonzo o ingerir pastillas para morir es más que comprensible. Resulta muy doloroso ver cómo existen otras realidades a las que nunca tendrás acceso”, explica Gervasio con pesar.

Recuerda también, para nuestra sorpresa, que Afganistán es un país donde el 27% del parlamento esta formado por mujeres. Cualquier país de América Latina o del sur de Europa, como España o Francia, tienen un porcentaje menor de diputadas que Afganistán. Sin embargo, los periodistas, que contactaron con media docena de diputadas, pudieron constatar que estas políticas, al margen de la vida pública, tienen una situación personal y familiar equiparable a la de las humildes campesinas.

Una de esas historias es la de Aziita Rafaat, licenciada en Ciencias Políticas, diputada y asesora principal en temas de mujeres del Gobierno afgano. “No hay en el Parlamento europeo una mujer con su nivel intelectual”, garantiza Gervasio. Sin embargo, su currículum brillante no la exime de sufrir la misma desigualdad dentro de su hogar que el resto de las mujeres afganas. “Fue casada a la fuerza con su primo hermano, analfabeto integral, para evitar esposarla con un talibán de los que entonces vivían cerca de su casa”.

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Azita Rafaat y su familia.

En la fotografía, el marido está rodeado por todas las mujeres de su hogar. Él es el único varón de la imagen. A su izquierda, su primera mujer y su hija. A su derecha, Aziita con sus cuatro hijas. El primo, cuyo mayor deseo en el mundo era tener un hijo varón, veía frustrados sus anhelos una y otra vez conforme Aziita se embarazaba y daba siempre a luz a mujeres. Y seguía insistiendo. Pero ella, ya inmersa en la vida política, no tenía ninguna garantía de quedarse embarazada de un varón, así que urdió un plan B: cuando la última de sus hijas tenía cinco años, la convirtió en niño. Le cambió de nombre y aspecto y se “lo” presentó a su marido. Esta práctica, llamada bacha posh, no es tan rara en Afganistán. Cuenta la leyenda que si la llevas a cabo durante un tiempo el siguiente de tus hijos será un varón.

El niño-niña le sacó provecho enseguida a las ventajas de ser chico en el país. Así, mientras sus hermanas debían quedarse en casa, “él” hacía recados con su padre, jugaba al fútbol con los niños del barrio… se movía con libertad. Pero llegó un día en el que el desarrollo físico de la niña hizo insostenible disfrazarla durante más tiempo, por mucho que la sociedad entera estuviera en connivencia con esta situación.

La ayuda que Aziita brindó a una periodista sueca para hacer un libro sobre los bacha posh la salvaría tiempo después del infierno en el que vivía. Cuando se iba a presentar este libro en Suecia, la periodista animó a Aziita a acompañarla en la presentación. Con su labia, la diputada consiguió convencer a todo el mundo, incluyendo a la editorial, de que sus cuatro hijas la acompañaran. También a su marido y a la embajada para que le firmaran el visado de salida para 15 días. Al entrar en Estocolmo pidió asilo político y ahora reside allí con sus hijas.

“Es una historia que acaba bien. Las chicas mayores estaban en la edad límite de casarse. Aunque Aziita siempre había dicho que no consentiría que sus hijas se casaran con quienes ellas no quisieran. Podía hacerlo porque económicamente tenía la sartén por el mango: los ingresos de la casa los traía ella. Hasta había contratado a su marido como chófer personal. Pero si Aziita dejaba de ingresar dinero, esa situación resultaría insostenible”, asegura Gervasio.

Las explicaciones se quedan cortas y, probablemente, no será la última ocasión en la que se hable del tema. Esta historia, la de las mujeres afganas, es una de las grandes lacras del siglo XXI, una realidad anunciada que año tras año se intenta arreglar con parches, sin erradicar jamás el verdadero pinchazo por donde se sale el aire en este país. Tímidos rayos de esperanza se cuelan en Afganistán. Las costumbres y la mentalidad tradicional afgana son altas barreras que superar. La impotencia de no poder poner solución a la situación desde allí es grande, pero el trabajos de los activistas —periodistas, trabajadores sociales, voluntarios de ONG’s, etc.—, como el de Gervasio y Mónica, hacen que esas barreras se vayan encogiendo muy poco a poco.

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